Monday, July 8, 2013

Defensa de lo fallido | Cineuá: tu revista de cine


Quizás por culpa de que empecé a arrastrar demasiado pronto la maldición de la teoría, me suelen interesar más las obras fallidas que las definitivas. Por ejemplo, de Godard prefiero Hélas pour moi (1992) que Éloge de l’amour (2001), porque muestra con claridad el punto en que la estructura de su cine, profundamente arrebatada y desprendida de un sistema, puede convertirse en lo peor que puede ser una película: simbolista. Esa huida de la estructura a gran escala que luego se recupera para aparecer en el seno mismo de sus imágenes (ahí aparece una estructura calculada, precisa) y que provoca una tensión constante entre lo determinista del tiempo y lo violento de la Historia, queda casi siempre oculta con facilidad en su cine al recurrir a la lógica de lo particular (es, en una generalidad que habría que matizar, un cine que se centra en lo que una imagen puede hacer en un instante determinado, y no tanto en lo que puede hilar de forma impostada en la estela que deja al desaparecer). Pero precisamente por ser fallida en ese aspecto, Hélas pour moi permite entender mejor que cualquier otra película de Godard por qué su cine necesita ser tan brutalmente impreciso dentro de un engranaje sólo firme en lo superficial, que es en lo que se han quedado la mayoría de los gilipollas que han terminado por formar su corte. Que Godard necesita cometer errores imperdonables en cada instante porque su cine se expone a la fatalidad de mezclar la geometría con la música tribal, es algo que pocos estarían dispuestos a aceptar. Que lo tremendamente hermoso de esa relación apasionada entre lo dionisíaco y lo apolíneo es la mano inquisidora con que lo controla, siempre generosa pero siempre déspota, tampoco es algo que pueda gustar al demócrata espectador de nuestro tiempo, porque demuestra que no existe libertad en el orden de las imágenes, y si no existe libertad es que no puede defenderse (al menos directamente). Lo que viene a querer decir que cuando hablamos de libertad en realidad hablamos de nuestra propia superioridad sobre los otros. Hélas pour moi me permitió entender por qué Godard es el director más importante que haya conocido nunca, el único al que adoro más allá de la razón, que lo ha dicho todo sobre su tiempo porque ha saturado el orden de su tiempo (la política) para dar sentido al orden del tiempo (la estética), precisamente logrando que el símbolo se convierta en imagen. Este ejemplo es muy expresivo de que las malas películas son fruto del desinterés o de la falta de talento, pero las películas fallidas son el precio a pagar por ser valiente.


Quiero aclarar que por supuesto lo fallido es de un orden absolutamente intransferible, y si Haneke me parece un director de malísimas películas, Von Trier un director de películas fallidas y Nick Cassavetes un director tremendamente atractivo es porque he sistematizado una forma de mirar el cine que es capaz de ponerme palote sólo en lo que emerge directamente de lo prosaico para convertirse en emocionante, negando a veces sin querer lo metódico. Puedo perdonar cualquier acto arrebatado que cruce la barrera de lo ridículo, y en cambio no puedo perdonar lo que se considera serio a sí mismo a través de una contención judeocristiana. Hong Sang-soo me hace llorar de felicidad y melancolía, y sin embargo no tolero la limpieza política de Clint Eastwood. Todo lo que me interesa del cine está en Olivier Assayas y aún así no sé explicarlo a través de sus películas, porque es obvio que sus intenciones están lejos de ser tan definitivo como un Terrence Malick, aunque las imágenes de ambos estén llenas de hermosísimos errores. La cuestión de lo fallido, en definitiva, es compleja y se actualiza con cada película a la que me enfrento. Un último ejemplo: hace poco, viendo Breve encuentro de Lean me daba cuenta de que de alguna forma era una película fallida, porque buscaba la total limpieza formal que otra película de su mismo año (Detour, de Edgar G. Ulmer) conseguía de forma mucho más radical, aunque las dos me emocionaron muchísimo.


No me alarma que la crítica de cine se niegue a enfrentar lo aburrido o lo demasiado divertido, lo estúpido o lo demasiado profundo. La ordinariez a la hora de entender las floraciones del pensamiento es una máxima histórica y que yo mismo abrazaré con frecuencia. Somos todos bastante prehistóricos, pero suelo decir que una película siempre debería llevarnos la contraria, y que cinco minutos después de haberla visto tendríamos que ser capaces ya de desarmar su discurso para darnos cuenta luego de lo que de verdad esconde. Para que algo te dé la razón no hace falta ir al cine. Por eso de Leni Riefenstahl no admiro, como hacen otros, la pose estética antes que la política, sino la conjunción de ambas para enfrentar un problema atemporal. Por eso soy incapaz de perdonarle a Claude Lanzmann que su mirada quiera esquivar una mirada valiente que perturbaría sus ansias de recrearse en el drama objetivo, y su película sobre la Shoah que nadie se atreve a atacar me parece una broma gratuíta y superficial sin precedentes. Una película que se empeña en ser definitiva. Lo que es fallido ante una época debería ser siempre puesto en los paréntesis de un tiempo mucho mayor que el nuestro. Como en el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, sólo en el solapamiento de lo que cada instante de la Historia reproduce con claridad puede dar una idea de lo que hemos dejado atrás, siempre con la conciencia de que lo recuperaremos. Aquí el fallo es la única evidencia del triunfo. Ante la duda sobre si una película merece ser defendida o no, deberíamos pensar que al fin y al cabo las imágenes tienden a la eternidad, y nuestros ojos apenas a una corta vida. Así que probablemente ellas suelen tener la razón.






Source:


http://www.cineua.com/2013/07/defensa-de-lo-fallido/






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